Me gusta ver las flores en sus ramas. Emanan belleza, delicadeza y altivez. Hacen que el entorno se vuelva suave y exquisito, vibrante y alegre.
Un jarrón con flores en agua ilumina cualquier habitación aportándole colorido y un toque de la frescura de la naturaleza. Se mantienen hidratadas y lucen su esplendor durante varios días.
En cambio las flores que hacen parte de esos hermosos arreglos, muy elaborados, que adornan mesas, columnas y paredes... esas no me gustan.
Por muy lindas que se vean, me recuerdan la vida que se toma en plena juventud para dejar pierdan su lozanía, brillo y aroma con el paso de las horas y mueran lentamente de sed.
No, esas flores no me gustan así: condenadas a un efímero debut para decorar por unas pocas horas un evento. Como si la danza de la vida y el color se tornara en la danza de lo mustio y triste.
Muchos dirán que las flores caen de los árboles cuando ya no pueden alimentarse mas y mueren. Pero ésto pasa como parte de su ciclo vital así como el hombre que espera en su ancianidad el momento de irse para siempre; no como en un accidente donde la vida es arrancada bruscamente.
Me gustan las flores que están unidas a su rama, a su árbol. No las que se cortan para ser lucidas uno o dos días y luego tiradas a la basura. Aunque hacerlo así sea la forma de traer brevemente un poco de la belleza de la naturaleza a nuestro entorno.